Esta falta de educación, que en ocasiones linda con la falta de civilización, está en el origen de toda una serie de comportamientos y actitudes de los alumnos como, por ejemplo, no estar quietos en clase, no atender ni escuchar, no hacer ningún caso a las indicaciones del profesor, faltar al respeto, así como a los compañeros o al personal no docente, inexistente curiosidad intelectual, desinterés generalizado y ausencia de trabajo o esfuerzo, entre otros.
No entraremos a considerar hoy la respuesta que a nivel institucional y pedagógico se está dando a estas actitudes, pero insistiremos en que es preciso una "educación mínima" en los alumnos. Esta educación constituye los cimientos necesarios sobre los que poder enseñar, y su carencia obstaculiza, y en muchos casos impide por completo el trabajo del profesor. La complejidad del tema reside, por un lado, en que existen múltiples aspectos de carácter psicológico, cultural, sociológico, político, incluso económico, sobre los que interrogarse a la hora de pensar en esta "falta de educación" generalizada, en qué es educar y en quién debe o puede hacerlo.
Por otro lado, se trata de un tema en el que todos estamos implicados personalmente, con nuestros sentimientos, experiencias y vivencias familiares y escolares de la infancia. Debido a dicha complejidad y a que vivimos en una sociedad que anhela encontrar respuestas rápidas para todo, así como disponer de recetas que aplaquen cualquier malestar, apenas ha habido lugar para una seria discusión, y sí un enorme apresuramiento en asignar gran parte de la responsabilidad de la función educativa a la escuela y a los profesores.
Los enfoques pedagógicos actuales han inclinado también la balanza hacia ese lado. Sin embargo, esta educación mínima de la que hablamos no es intercambiable. Tampoco se puede delegar, afirmando que "si no educan los padres ya educarán los maestros". Estamos ante un grave error de enormes consecuencias psicológicas y sociales. Los profesores pueden aportar conocimientos, contenidos y enseñanzas, poner en práctica y desarrollar ciertas habilidades relacionadas con la tarea, proporcionar herramientas de reflexión y pensamiento, transmitir cultura, en resumidas cuentas.
La falta de educación puede ser el origen de toda una serie de comportamientos y actitudes de los estudiantes como, por ejemplo, no estar quietos en clase, no atender ni escuchar, no hacer ningún caso a las indicaciones del profesor, faltar al respeto, así como a los compañeros o al personal no docente, inexistente curiosidad intelectual, desinterés generalizado y ausencia de trabajo o esfuerzo, entre otros.
Esto se debe a que tenemos un gobierno que sólo piensa en sí mismo y en los suyos, olvidándose de los demás. Un gobierno que, en busca quedarse con la mayor cantidad de dinero posible, contrata los peores profesores para las escuelas públicas. La mayor parte de la población es pobre, y por lo tanto asisten a escuelas públicas, escuelas públicas con profesores mediocres e incultos. Se dice que los valores y la primera educación se dan en el “hogar”, pero, ¿y si un niño no tiene la suerte de recibir una buena educación en su casa? ¿Qué pasará con él? ¿Se quedará sin unos buenos principios que le ayuden en el porvenir? ¿No está la escuela en la obligación de suministrarle los valores debidos a este niño? Ese es el principal punto por donde nuestro sistema educativo debería de comenzar: por los valores.
Todo ello transcurre en la relación padres-hijos, en ese entramado de palabras, afectos, actitudes, sentimientos, deseos, identificaciones y expectativas que la conforman. No es posible educar sin implicarse subjetiva-mente, sin estar ahí, sin guiar o aconsejar, sin delimitar algunos impulsos del niño. Sin embargo, en nuestros días abundan las familias en las que los padres han desistido de educar o que simplemente no ejercen su papel de educadores. Quizá debido a la propia falta de educación y cultura, al cansancio o desbordamiento ante las exigencias laborales o económicas, o a la reacción a una educación excesivamente autoritaria.
Hay que señalar también la perniciosa influencia que algunas teorías pedagógicas han ejercido al difundir la idea de que educar, con su acepción de guía, acompañamiento o consejo, es privar de libertad o creatividad al niño, y por lo tanto algo a evitar. Asimismo que poner límites, establecer ciertas normas, regañar o imponer un castigo, ocasionaría al niño, cuando menos, un "trauma".
A veces los padres no toleran la incomodidad que educar les supone, y en ocasiones incluso temen inconscientemente perder el amor de su hijo. Abunda la confusión de que ser buenos padres equivale a ahorrar al niño cualquier sinsabor o contratiempo, y a darle todo lo que pide. Es preciso reflexionar, serena-mente, sobre estas posiciones que están en el origen de muchos problemas escolares, tanto de los alumnos como de los profesores.
Cada vez existen más evidencias de que el bienestar y el buen estado físico no dependen sólo de la Sanidad en sí misma, de cuántas revisiones nos hagamos al año, qué tratamientos sigamos, o a qué hospital vayamos, sino de que, en realidad, todo está conectado, y aspectos que a priori pueden no parecer estrictamente sanitarios, tienen también un importante efecto en la esperanza de vida de las personas.
Un clásico en la Salud Pública es la teoría que relaciona el nivel educativo de una persona con su estado de salud: cuánta más educación haya recibido alguien, más sano estará, y esto repercutirá en muchísimos aspectos de su vida. Ahora, un estudio realizado en Estados Unidos y publicado en la revista PLOS ONE pone números a esta teoría, y señala las muertes que se pueden atribuir a un bajo nivel educativo. Las cifras resultantes son, cuanto menos, llamativas, tanto que los investigadores afirman que la falta de educación puede ser tan dañina como fumar. «El estudio llama la atención por el gran volumen de datos analizados, y sus conclusiones son muy sólidas», opina Antoni Trilla, jefe de epidemiología del Hospital Clinic de Barcelona.
Las conclusiones son que, si en 2010, los estadounidenses que no habían terminado el instituto lo hubieran acabado, se podrían haber salvado 145.243 vidas. Para llegar a esta cifra, los autores calcularon primero el número de muertes entre personas que no habían finalizado el instituto, y después, las muertes que habrían ocurrido entre esas mismas personas si tuvieran las mismas cifras de mortalidad que el grupo que sí había completado esta etapa educativa. La diferencia entre ambas cifras es el número de vidas que, potencialmente, se podrían haber salvado.
Para Ildefonso Hernández, catedrático de Medicina Preventiva y Salud Pública en la Universidad Miguel Hernández y presidente de SESPAS (Sociedad Española de Salud Pública y Administración Sanitaria), los investigadores «han hecho un cruce bastante exhaustivo, sin ningún sesgo importante, y consistente con algunos estudios anteriores».
A pesar de que la evidencia existente señala que una parte de la asociación entre muertes y educación puede ser casual, «una mejor educación se asocia a una vida más larga, porque aquellos que tienen mayor nivel educativo son más propensos a tener los recursos y el conocimiento para seguir unos comportamientos más saludables, ganar más dinero y vivir con menos estrés crónico», explica a EL MUNDO Patrick Krueger, uno de los autores de la publicación.
«El nivel educativo que una persona alcanza se relaciona con su nivel de alfabetización y su nivel de conocimiento de la salud, y eso está vinculado con sus conductas: a mayor nivel educativo, mejor nutrición, se hace más ejercicio y se consumen menos drogas», relata Hernández, que pone como ejemplo una investigación en la que se estudiaba la epidemia de droga de los años 80, en la que se vio que el riesgo de contagiarse de VIH era mucho mayor entre los drogodependientes que tenían menos educación, ya que, por ejemplo, «eran más propensos a compartir jeringuillas que quienes habían estudiado más».
Así, la educación repercute en nuestra actitud frente a la salud: «con una mejor educación mejora la respuesta frente a la enfermedad: el paciente tiene una mayor adherencia a los tratamientos y a las pautas terapéuticas», cuenta Hernández.
Además, las repercusiones sociales de la educación son amplísimas: una mejor formación está ligada a un mejor trabajo, y por tanto, a un mejor salario. De hecho, según cifras de UNICEF, un año extra de educación se traduce en un aumento del 10% en los ingresos de la persona.
Salud en todas las políticas
El hecho de hablar de muertes atribuibles a una baja educación revela la importancia de lo que los salubristas llaman «salud en todas las políticas», es decir, ser conscientes de que prácticamente todo tiene el potencial de impactar en la salud humana. «La magnitud de nuestras estimaciones confirman la importancia de considerar la educación como un elemento clave de la política sanitaria estadounidense», puede leerse en las páginas de PLOS ONE. «Si queremos hacer una verdadera promoción de la salud, un aspecto clave es la educación», apunta Trilla.
Aunque el estudio está hecho en Norteamérica, en España también tendría validez, al menos, en el enfoque: «Una política dirigida a asegurar que no hubiera abandono escolar tendría, además de unas repercusiones sociales obvias, unos efectos en la salud extraordinarios», opina Hernández. Sin duda, en nuestro país, donde el porcentaje de jóvenes que no continúan estudiando más allá de la etapa obligatoria es del 21,9% (una cifra que dobla la media de la UE), habría mucho margen de mejora.
Mientras tanto, en todo el mundo, el 10% de los niños no reciben ni la formación más básica -la educación primaria-, lo que evidentemente repercute en su salud, ya que, tal y como dice Hernández, «el nivel educativo contribuye a no perpetuar la pobreza y las malas condiciones de vida». Una vez más, un dato de UNICEF puede servir de guía: si todos los niños del mundo pudieran, no ya ir a la Universidad, sino simplemente, aprender a leer, 171 millones de personas menos vivirían en la pobreza absoluta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario